Tengo demasiados recuerdos de lugares en los que no he estado en esta vida; de tiempos inimaginables en donde el baho de la creación todavía tenía olor a nuevo. Tengo presente el color del mar profundo, de hielos casi violeta y de enormes burbujas de energía que al pasar el tiempo se volvieron cristal. Tengo sellos de aromas que desaparecieron un otoño en el que el fuego se plasmó en el color de las hojas de árboles poderosos que estos mis ojos no han visto jamás; recuerdo el sonido de mis pisadas en camas de hojas secas, donde sonido, color, aroma, tierra, rayos de sol de media tarde se enredaban en mis cabellos; siento el frío que producían paredes de piedra que emanaban moho, en pequeñas alfombras pestilentes a la vez caprichosas que desaparecieron en aquella sequía donde todo se hizo polvo; siento en mi mejilla las crines de dos caballos que jamás se conocieron y que fueron mi alma... uno era mi amigo, el otro mi hermano, y ambos me salvaron la vida reconociendo el camino a casa; y qué decir del vientre peludo de Dazhlen, labradora rojiza o dorada que me arropaba con su cuerpo en esas ruinas de Irlanda donde mi nombre estaba escrito, no, tallado en una piedra. Lo estoy mirando todo como si estuviera viviendo cada instante en este momento; como cruzar de una habitación a otra, sin frontera, sin abismo, sin tiempo. Recuerdo la arena dorada de un mar turquesino, arrecifes de coral, madera crujiendo, mareo; mi amor a la nieve y esta extraña fascinación por lo cálido y el olor dulce de las frutas que nunca imaginé que existieran. Recuerdo cuando se me salieron las lágrimas al probar los frutos del nuevo mundo y la sensación de respeto por las personas, especialmente por su pulcritud y su perfume de cítrico y flor de azhar. Cómo las doncellas trenzaban su cabello con azhares y se lavaban siempre las manos antes de tocar el alimento. Tuve un piano que tenía la mitad de las octavas y que soñé poder encontrarlo en otra vida; que lo marqué con algo tan mío que no sé qué fue, con la certeza de que al encontrarlo de nuevo, confirmaría que la muerte no existe. Un escritorio en Flandes y un anillo que me causó tristeza; idiomas que me eran ajenos y que siguen haciendo ruido en mi cabeza hasta hoy. La soledad de una silla donde solamente se sientan los escogidos y la poesía que salvaba mis días de la desesperación. La música verdadera, los instrumentos de cuerda y los de viento... la primera flauta de cristal. Sólo yo tuve una, me la trajeron de la China. La delicia de los cubiertos, el dolor de la firma del condenado, y después, la indiferencia. No se puede tener tanto y ser feliz al mismo tiempo. El miedo a perderlo todo, la guerra y la santidad. Si ellos supieran que nadie quiere ser rey, no hay gloria en ello. Recuerdo vagamente un escape en un automóvil de los años 30. Una fila de personas en un día que no era gris, era pardo, casi café. Salir de una sensación de asfixia para entrar a otra. Calor seco, desnudez, desmayo y luego un ángel que me toma en sus brazos. De pronto se cuelan los años de encierro, odiando la religión y viviendo de ella; la ventana de la torre por la que encontré liberación volando como una ave, y otro vuelo desde un arrecife con el mar esperando abajo mientras me daba cuenta de que mi amado había regresado. Sólo las aves pueden regresar en pleno vuelo a la rama de la que partieron. Y apenas ahora entre todos esos recuerdos aparecen los brazos tendidos de quienes me han amado y que en tantas vidas de egoísmo, pensándome el centro de todo, no pude y tal vez no quise reconocerles. A veces como consejeros, otras como servidores, muchas como amigos, hermanos o mentores. Es precisamente en esta fusión de tiempos donde todo se convierte en una sola verdad. Si nadie me entiende, yo me entiendo, y por fin se a dónde voy y de dónde vengo. Que la muerte no existe y que la vida es una, y que este mundo no es cierto.