En algunas ceremonias se dice que lo que Dios ha Unido, no lo separe el hombre. Un día aprendí que eso es demasiado cierto pero no porque lo diga un sacerdote, ni porque lo mande una iglesia, ni porque se diga en una ceremonia en donde casi nadie está desmenuzando precisamente eso que se está declarando.
Por propia experiencia sé que lo que se une muchas veces no tiene nada de santo y sí mucho de profano, porque se unen fortunas, escudos, blasones, caprichos, mentiras, ilusiones, vestidos, modas, conveniencias, miedos, soledades, convencionalismos sociales, pronósticos sobre las inclinaciones sexuales, confirmaciones de masculinidad, la seguridad de una institución llamada matrimonio, la paz de un embarazo en ciernes, en fin, para qué seguir. Y son tan pocas veces en las que lo que realmente se verifica es la unión sagrada de los iguales, de aquellos que se miraron a los ojos y de ahí no saldrán jamás sus miradas por más escaparates que la vida presente en el camino.
Estamos unidos de a deveras, sin ceremonia y sin iglesia. Sin invitados y sin banquete. Sucedió y el universo lo sabe. No nos unió un cuerpo, ni una necesidad, ni un miedo, ni un convecionalismo.
Nos unió lo que siempre nos tuvo unidos, un amor de eras.